20090907

La Bonoloto.

No tuve mucho tiempo para catar las playas de Portugal, aunque fue fructífero. La gente de la radio ya no hablaba en mi idioma y eso me extrañó. Más de lo que a una niña de pocos años le puede llegar a extrañar. Cabo Gata fue tranquilo y novedoso. Pero Mazarrón se hizo más intenso. Y llegó París, con su romanticismo moribundo y aburrido, oliendo a cafe au lait y diversión. La segunda vez que me presenté allí descubrí el que fuera mi lugar favorito de la ciudad. Esquivé el miedo a las alturas, la torpeza de hablar con pronunciación y los franceses cambiaron de gabachos a ser mucho más atractivos. Esto hizo que el regreso a casa fuera mucho más triste. Aunque viajar en coche lo solucionó de forma simple. El norte me relajaba. Lo sigue haciendo. Siempre es un placer bañarse entre la montaña y la playa, aunque muy a pesar este último me de auténtico pavor. Enajenación mental transitoria de morir ahogada o algo así. Praga olía a tilos. Córdoba demasiado calurosa y Budapest pasó de forma rápida. Una especie de síntesis entre cansancio y liberación. Ahora esa síntesis da pie a un sentimiento más que ruso, casi invasor. Así que llegaron los amigos y la ansia de salir corriendo para conocer cosas nuevas. Ya lo dijo Wilde, no soy tan jóven como para saberlo todo. Haciendo uso del dicho que se mezclaba con unas ganas irrefrenables de cambio, partí a la capital inglesa. Londres es ahora mi nuevo amor platónico. Después de reflexionar todo esto llego a la conclusión, casi un psicoanálisis, de que me atrae esta ciudad por ser tan parecida a mi. Reblede y ostentosa según miradas ajenas, aunque luego por dentro sea bastante, humana. Caro el vicio y barata la vaguería. ¿Qué más se puede pedir? Un rubio de 1.90 que le de un empujón a tu ego o algún compatriota que resulte igual de agradable. En cualquier caso, ya tengo pensado en qué me gastaría todo el dinero si me tocara la bonoloto.

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